Cuando vinieron a buscarme, le dijeron a mi madre y a mis hermanos que me llevarían al paraíso. No les engañaron. Este lugar, donde ahora estoy, se llama así aunque solo queden dos letras moribundas para atestiguarlo.
Por la pequeña ventana entra el reflejo de los pocos coches
que pasan por la carretera, mientras pido con todas mis fuerzas que ninguno
pare allí.
No me gusta el paraíso. No me gusta este lugar. No me gusta
lo que hago aquí. No daré detalles porque creo que os podéis hacer una idea. No,
no creo. Pero no daré detalles. Solo os pondré un pequeño ejemplo; pensad cuando
alguna vez habéis estrechado la mano por primera vez a un extraño. Sin querer
tocar demasiado. Y sentís su mano sudorosa apretando la tuya, y un asco te
recorre todo el cuerpo pero debes seguir allí en pie, aguantado las arcadas,
manteniendo la sonrisa. Es algo así. Multiplicado por un millón. Y muchas
veces.
Esto no es mucho mejor que lo me obligaron a dejar. Que la
tierra que me vio nacer. Que el color de mi piel. Los pies descalzos de mis
hermanos. Las lágrimas de mi madre. Las promesas y las mentiras. La patera en
la que me metieron sin saber nadar. Todo nuestro poco dinero que nos quitaron.
La mano que me arrastró del pelo. El puño que golpea mi cara. La gente que me
mira por encima del hombro. La que ni siquiera me mira. Los coches que sí
paran. La soledad. Mi esclavitud. El primer mundo.
El paraíso, nos dijeron.
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