Relatos, cuentos y otras historias…



lunes, 15 de enero de 2018

Rayuela

Abrió el libro por la mitad y hundió la nariz entre sus hojas. Olía a tabaco negro y nostalgia. Y aunque fuera como echar sal en la herida siguió aspirando con fuerza. Le era tan fácil volver a allí. Volver a aquellas tardes infinitas de charlas en ese apartamento de techos altos y paredes ocráceas. Tan fácil volver a escuchar crujir la madera tras sus pasos por el largo pasillo y, ahí, encontrarla apoyada en el quicio de la puerta con la copa medio vacía en una mano y, entre sus dedos, un cigarrillo a punto de precipitar la ceniza al suelo. Él la miraba a ella y ella, a su vez, miraba juguetear a su gato entre los tobillos de él.

Le era tan fácil volver a ella.


Siguió aspirando con fuerza.



                    —Nunca he estado en París.
                  —Yo sí. Muchas veces. Cada vez que releo “Rayuela”

Fue entonces cuando ella le confesó que, a pesar de llegar de tan lejos, apenas había viajado en su vida. Y que por eso leía.


                     —A Montevideo y Buenos Aires solo nos separa un río. Y a pesar de eso jamás crucé a la Argentina.
                 —Pero llegaste hasta Europa.
                 —Sí. Para encerrarme en este departamento. Por eso leo. Para viajar.

A la tarde siguiente él le llevaba envuelto con un bonito lazo a Cortázar, para que lo siguiera releyendo y viajando. Pero tuvieron que pasar más tardes, más charlas, más mate, tabaco y whisky barato, para que le contase que no viajó sencillamente, sino que huyó, huyó 10000 kilómetros, y dentro de ella el motivo principal de su huida y, a partir de entonces, el motivo principal de su vida.
Era callada y tímida con los demás pero con él explotaba y se le iba la pasión por la boca. No se avergonzaba, podía ser ella y olvidarse que se arrepentía de una vida que no eligió. Él sonreía y adoraba a esa mujer que afloraba. Sabía que el no tener estudios le hacía ser más introvertida de lo que le gustaría y hablar lo justo y necesario cuando compartían tiempo con otras personas. Y él siempre le decía que había mucho ignorante con título y que jamás había hablado tanto y de todo con alguien como con ella, pero eso no le consolaba ni impedía seguir mirando con pena a un pasado que podía haber sido otro. Él veía esa mirada, y entonces le acariciaba la mejilla, y el pelo, y el alma, intentando borrar esa tristeza a cada caricia. No era todo tan romántico, su vida fue una caricatura igual que la suya, que no fue más bonito. Porque la realidad era que mientras ella aprendía a la fuerza a ser madre en un país extranjero y sola, él se estaba emborrachando con los compañeros de facultad. Era injusto.

Y a cada trago de vida que compartían más se enamoraba de ella. Y cada vez más la necesitaba. Sin necesidad de quitarle la ropa, de lo cual también disfrutaba, pero sencillamente viéndola en aquel quicio de la puerta.

Ahora parecía que volvía a tenerla así de cerca pero el ruido de la máquina de café y las cucharillas tintineando dentro de las tazas le arrancó de golpe su imagen, empujándole casi de una patada en el trasero para meterle en la realidad.
Apartó despacio el libro de su cara y lo sostuvo entre sus manos sin querer cerrarlo. Levantó la vista y frente a él seguía aquel joven mirándole. Se parecía tanto a ella que dolía.

Por fin se atrevió a cerrar el libro y con pulso tembloroso miró las primeras páginas para comprobar que era la misma “Rayuela” que él le había regalado en sus primeras tardes juntos. Aún recordaba la dedicatoria de su puño y letra prometiendo vivir un capítulo 7 entre ellos para siempre. Ahí estaba escrito. Su promesa no cumplida.

Fue ese joven quien le dijo que su madre había fallecido. Sobre la mesa dejó deslizar una carpeta con un buen grueso de folios. Eran treinta años de textos. Los mismos treinta años que habían pasado sin verse. No era posible que hubiera pasado tanto tiempo. Siempre había estado la esperanza de volverse a ver. Aunque hubiera sido por casualidad, al doblar una esquina, o al entrar en una cafetería como aquella en la que ahora estaba frente a su hijo. Tuvo que repasar mentalmente qué había hecho él esos treinta años. Por qué se habían pasado sin darse cuenta. Por qué nunca la volvió a llamar.

Ni siquiera sabía que ella había comenzado a escribir. Y se avergonzaba por ello sintiéndose no merecedor de que ahora su hijo le cediese sus escritos.
—A ella le hubiera gustado que los tuvieses.
Salió con ellos y el libro bajo el brazo y al llegar a casa los guardó en el fondo de un cajón. Tenía miedo y un dolor indescriptible en el pecho.
Decidió viajar a París. Y de allí marchó más lejos para cruzar el Río de la Plata, de Montevideo a Buenos Aires.

Cuando regresó el dolor seguía en el pecho. Y le duró muchísimo tiempo hasta que, por fin, se atrevió a abrir el cajón y comenzó a leerla. El dolor desapareció y sintió volver a ella. Tan fácil como lo había sido siempre.

Leyó todos sus textos, y nunca dejó de hacerlo.


No hay comentarios:

Publicar un comentario