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jueves, 3 de agosto de 2017

La mujer que acariciaba las olas

Aquella mañana el mar despertó tranquilo y, aprovechando la suavidad, el pececito se había acercado más de lo habitual a la orilla.

Fue ahí donde el pececito vio a una mujer. Estaba agachada, con el agua hasta los tobillos y sus manos dentro de ella.

El pececito no tuvo miedo; solo sintió que era lo más hermoso que jamás había visto, como un cuadro en movimiento recién cobrado vida. Y si aquella estampa del paraíso podía moverse por qué no él, pensó. Y el pececito, en su afán por amar a aquella mujer, inventó un par de piernas para ir en su busca, dos brazos para poder abrazarla como nunca antes lo hubieran hecho y un pecho lo suficientemente grande que pudiera albergar un par de corazones, el suyo y el de ella.

Sobra decir que al pececito no le salieron piernas, ni brazos, ni siquiera estaba seguro que tuviera corazón, pero él no desistió y comenzó a acercarse como pudo a la mujer.

Ella seguía allí, refrescando sus muñecas y antebrazos. El pececito, mientras, nadaba contra la fuerza de la corriente intentando que no le devolviese al mar abierto. Su pequeña pancita ya rozaba contra la arena del fondo pero veía cada vez más cerca las manos de la mujer que, despreocupadas, parecían acariciar la espuma que las olas le dejaban a su regreso.

El pececito quería ser acariciado también por esas manos y siguió su lucha, arañándose, casi sin espacio para poder respirar. Ya llegaba, la veía tan cerca, a punto de pasar entre sus dedos, cuando una fuerte ola le revolcó. Comenzó a dar miles de vueltas, dejándole mareado y sin saber dónde estaba y, casi sin darse cuenta, se vio fuera del agua.
Estaba tumbado en la playa, el sol le quemaba y no podía respirar. Abría grande la boca y las branquias, y daba pequeños saltos en un intento desesperado por poder llegar de nuevo al mar.
Sabía que iba a morir pero lo único que le importaba es que no había podido llegar hasta ella. Solo quería que aquello terminase cuanto antes, no por la angustia de la asfixia, sino por el dolor de saber que no volvería a verla.

Fue entonces cuando notó que le agarraban desde abajo muy despacio. Apenas veía ya pero consiguió entreabrir un poco los ojos y mirar hacia arriba. Una mujer le miraba con ternura y le llevaba entre las palmas de sus manos, con tanto cuidado como si fuera de cristal. Su pelo se enredaba en sus mejillas y se confundían con los rayos del sol. ¿Estaba soñando? ¿O alucinaba? Quizá era la antesala de la muerte que le regalaba la última imagen de su vida, la más bonita que podía ser, la de la mujer que acariciaba las olas.

Llegaron hasta la orilla y después de adentrarse un poco más en el agua ella se agachó, lentamente abrió sus manos dejando que estas se llenaran de agua y el pececito pudiera nadar. Una bocanada de agua y oxígeno le inundó haciendo reaccionar a sus aletas y cola, y poco a poco se dejó deslizar hacia el mar.

Ya dentro del agua pudo ver que la mujer le continuaba mirando y, aunque él quería seguir viviendo, se resistía a abandonar la orilla, a abandonarla a ella, y a sus manos. Manos que deseó, manos que le salvaron la vida y que, finalmente, consiguió que le acariciaran.

La fuerza de la marea hizo el trabajo duro y adentró, contra su voluntad, al pececito al mar.

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