Relatos, cuentos y otras historias…



viernes, 21 de mayo de 2010

Un día de verano

Estoy en aquel lugar donde reside mi infancia. Tengo esa edad donde el tiempo no pasa. Es un día caluroso de aquellos veranos sin fin. Una mañana más salgo con mi bicicleta. El olor a arizónica acompaña mis paseos y riega la mayoría de mis recuerdos de niñez.
Voy a buscarte mientras pienso que no hay viaje más bello que el camino que lleva a tu casa. El olor del césped recién cortado del vecino. Y los ladridos de su perro. Tu hermano, sentado en la acera con un amigo, me saluda con la cabeza. Tú estás en la terraza y me invitas a pasar moviendo el brazo. Tu gato se enreda entre mis piernas. Y te veo bajar las escaleras.
Ya estamos listos para salir a explorar nuestro pequeño mundo, no sin antes hacer estallar los gritos de tu madre cuando pasamos entre las sábanas recién tendidas, blancas impolutas, frías, bañándonos en el olor a limpio que desprenden. Y riéndonos salimos corriendo de allí.

Bromeo sobre tu bici rosa que hace ruidos extraños y tú te vengas adelantándome.
Hoy iremos a descubrir un nuevo camino. Seguro que está lleno de escondrijos y rutas misteriosas. Pero en realidad se trata de un camino que cruza un campo de trigo con una encina a lo lejos. No es muy grande pero su copa es frondosa. Con sólo mirarnos ya sabemos que tenemos la misma idea en la cabeza y al instante ya estamos pedaleando lo más rápido que podemos para llegar al árbol. Esta vez llego yo primero y casi sin frenar me estoy tirando de la bicicleta.
Cuando tú llegas te unes a mi asombro mientras miramos hacia arriba cobijados a la sombra de la encina. Es preciosa y mucho más grande de lo que en un principio pensábamos.

“¡Vamos!” gritas y, segundos después, estás trepando por el árbol. Te ayudo a dar el último empujón para que llegues. Por fin estás sobre la rama. Me extiendes la mano para ayudarme y de un brinco estoy a tu lado.
Llegamos muy arriba, hasta donde el crujir de la rama nos advierte que podemos ir los dos al suelo. Desde allí vemos los tejados de nuestras casas y las montañas a lo lejos.
“¡Estamos en lo más alto!” gritamos emocionados. Creo que se puede ver hasta la ciudad, ¡incluso el mar vemos!

No guardamos ningún tesoro allí, ni hicimos ningún juramento bajo su copa. Ni siquiera lo nombramos nuestro árbol secreto. No hizo falta decir nada para saber que ese lugar era nuestro, sólo nuestro, donde sus ramas fueron el lugar de eternas tardes de juegos.

Han pasado muchos años pero he vuelto aquí. Esta vez he venido en coche y lo he dejado aparcado a la entrada del camino. Hay menos campo y más edificaciones nuevas. Pero a lo lejos una encina, erguida digna, me sigue mirando. Camino hacia ella mientras compruebo que no es tan grande como tenía en mi recuerdo. Cuando llego a su lado, palmeando su tronco, le saludo como a un viejo amigo con el que me reencuentro. Miro el recoveco por el que trepábamos. Una vez más lo intento. Mi agilidad no es la misma que cuando era niño y echo de menos tu mano ayudándome a subir.
He logrado llegar a la primera rama. Miro hacia arriba y niego con la cabeza. Ni yo podría llegar más alto, ni creo que esta anciana encina lograra soportarlo.
Me conformo con estar aquí, de nuevo entre sus brazos.

Sonrío pensando que pinta debo tener aquí subido, un adulto con traje balanceando sus piernas al aire. Y giro mi cabeza hacia la izquierda y te imagino a mi lado, con tu coleta despeinada y tu sonrisa imperfecta. Por un momento me siento niño otra vez.
Nuestras casas ya no se ven. Una fila de hormigón las tapa. Sé que ya no vives allí. Al igual que mi familia, la tuya se mudó poco después. Perdí tu rastro. Pero me gusta pensar en esta encina porque es pensar en ti. Quizá tú también pienses en ella y sea nuestro recuerdo común.

De repente se me ocurre algo. Meto la mano en un hueco de la rama, el mismo donde guardábamos las canicas y busco dentro. Por un momento he pensado que pudieras haber venido hasta aquí y haberme dejado un mensaje. Me río pensando en la tontería que se me acaba de ocurrir.
Pero, ¿por qué no? Te intento imaginar ahora, ¿cómo estarás? Seguro que tú habrías podido subir más alto, siempre fuiste mejor deportista. Al igual que yo también podías haber vuelto aquí.
Pero en aquel escondite no había nada. Posiblemente sea la mayor locura del mundo pero no me doy por vencido. Rebusco en mis bolsillos, saco un trozo de papel en blanco, es pequeño pero suficiente. Del bolsillo de la camisa desenfundo mi pluma y me apoyo en mi propia rodilla para escribir.
“¡Estoy en lo más alto!” escribo torpe y, bajo estas letras, mi teléfono. Lo doblo y lo guardo en el hueco de la rama lo más protegido que puedo.

Hace más de un año de mi visita a la vieja encina. Ya he olvidado la misión imposible de mi nota.

Hoy ha llovido. El olor a lluvia entra por la ventana. Adoro los días de verano nublados y lluviosos, la ciudad es más soportable así.
Me asomo a la ventana. Agradezco la pequeña tregua en forma de frescor que entra apaciguando así el calor que hace en mi apartamento.

De repente el teléfono suena. Al descolgar, una voz de mujer al otro lado me enseña que todo es posible llevándome de nuevo a mi verano perfecto, devolviéndome al niño que fui, mientras me dice:
“¡Estoy en lo más alto!”

1 comentario:

  1. Ojalá pudieramos recibir esa llamada en muchas ocasiones.Cuantas vivencias y recuerdos nos vamos dejando por el camino.
    Una historia preciosa.
    Un beso

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