Sobremesa otoñal. Una temprana puesta de sol deja teñido el cielo de color dorado despidiendo el lluvioso día que fue.
Un hombre solitario está sentado en el porche trasero de su vieja casa. El anciano pasaba su mayor tiempo allí contemplando lo que un día fue de los dos. Ese jardín que crearon, alimentaron y compartieron durante tantos años.
Observa los últimos tímidos rayos de sol que se cuelan entre las viejas y cansadas hojas de los árboles. Piensa que pronto caerán a su manto de oro.
Respira hondo el olor a tierra mojada y cierra los ojos. Puede volver a verla, como si no hubiera pasado el tiempo, trabajando afanosamente entre sus plantas. Lleva un pañuelo verde que le cubre el cabello y en su mejilla tiene restos de tierra. Él tiernamente la mira y ella, sonriéndole, le saluda con la mano.
Corre hacia ella, le abraza fuerte, suavemente limpia su mejilla y besa su frente. Huele a flores, a las mismas que ella cuida tan bien. Le dice que la echa tanto de menos que no la soltará nunca más de entre sus brazos.
Pero una tarde más el anciano no se ha movido de su silla y se descubre a él solo sonriendo hacia el jardín. A ese trocito de paraíso que ambos amaron tanto. Puede que nadie lo entienda pero es su manera de regresar junto a ella.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario