Relatos, cuentos y otras historias…



martes, 30 de agosto de 2011

Cartas para María

De nuevo tuvo que escuchar la voz enlatada de su hijo a través del contestador. Una vez más no respondió al teléfono. No le dio tiempo a decirle mucho, tampoco sabía cómo. Nunca se le dio bien hablar con ese trasto. Se escuchaban caer las monedas rápidamente y tuvo que apresurar la despedida. El anciano se quedaba con la palabra en la boca, dentro de una vieja cabina con el auricular en la mano sin atreverse a colgarlo, escuchando el hiriente sonido de la llamada cortada.

Le costaba andar pero el saber que escucharía su voz, le daba fuerzas a sus viejas piernas para salir a llamar a su hijo, una vez por semana, desde hacía muchos años, los mismos que llevaban sin verse.

De regreso a su casa siempre tomaba el mismo camino. Cruzaba la plaza del mercado hasta llegar a la pequeña calle del parque, angosta, de suelo de piedra y muy empinada que le llevaba su tiempo y esfuerzo subir.

Al final de esa calle está María. Con sus viejos zapatos de tacón y sus labios pintados en exceso de rojo, espera sentada en un banco como todas las noches. Ya no tenía edad para estar tantas horas de pie. Allí mismo había visto envejecer su juventud, sus bellos rasgos y sus jóvenes sueños.

Aspira con fuerza la última calada del cigarro. Es su hora favorita para vivir, cuando el mundo se deja morir y ella resurge de sus cenizas del fugaz día. El vecindario hace que duerme y la calle parece muy tranquila pero sabe que, en breve, clandestinos crápulas ajenos al desvelo del sueño volverán a ser sus mejores clientes.

El anciano, como siempre hacía, se sienta a su lado. Con gesto cansado pero contentos de encontrarse de nuevo se saludan. Le gustaba hablar con ella y escuchar su cálido acento que a pesar de los años lejos de su país, seguía intacto saliendo de sus labios, contando historias sin importar si eran ciertas o no, mientras su mirada nostálgica y ausente parecía estar viendo lo que iba relatando.

Así los dos amigos charlan, añoran, ríen y viajan sin moverse del banco.

Una vez más tuvo que decirle que no había podido hablar con su hijo. La última vez que lo había logrado le había prometido que pronto conocería a su nieto. Su único hijo era un hombre muy ocupado, le excusaba o, tal vez, se consolaba.

María le sonríe mientras mira los ojos vidriosos de su amigo, acostumbrada está ya a que sean tristes. En ocasiones una brizna de incipiente alegría se dejaba ver en ellos cada vez que nombraba a su primer nieto.

Ella le cuenta que también tiene unos hijos que le esperan al otro lado del océano, al menos eso es lo que le gustaba pensar. No les llama porque están muy lejos pero les escribe cartas, muchísimas cartas, inventado una vida que nunca tuvo ni tendrá pero que supo inventar a la perfección. No tuvo tiempo para el arrepentimiento y la necesidad de buscar explicación a todo lo que dejó escapar ya no tenía sentido. Jamás culpó a nadie, ni siquiera ahora a sus hijos por no contestar a esas cartas. Lo entiende. Sin el arma del olvido nadie puede seguir viviendo. Ahora sólo espera que puedan perdonar. Nadie nace sabiendo.

Solía decir a su amigo que la conciencia es la única que nunca olvida pero que enseña a perdonar, en silencio, sin el despecho del orgullo perdido o quizá sólo esté dormido, allí en el corazón, inmenso refugio de alegrías pasadas, de traidores recuerdos, de errores perennes… ahí, donde nunca dejaron de estar sus hijos con ella. Hoy más que nunca él la entiende.

Se hace tarde. El anciano levanta su tembloroso brazo y mira el reloj. Después, como de costumbre, saca de su bolsillo un billete arrugado para darle a María. Siempre lo rechaza, posiblemente él lo necesite más que ella ese billete pero le dice que lo poco que tiene lo quiere compartir con su amiga. Se lo coloca en la mano y los dos amigos se despiden. María aprieta fuerte el billete mientras le ve marchar.

Una semana más tarde el anciano vuelve a subir la calle. Al final de la cuesta ve a María que una noche más espera. Acaricia su hombro para saludarla y se sienta a su lado. Hoy ha podido hablar con su hijo. Le ha dicho que pronto vendrá a verle con su nieto.

Ella se alegra, más de lo que es capaz de demostrar y le agarra fuerte la mano. En ese momento nota que lleva algo en ella. Es una carta. Sin decir nada él se la entrega a María. Sorprendida mira el sobre pero no pregunta y lo coge. Despacio lo abre. Él la observa. Sus ojos se han llenado de lágrimas. En letra temblorosa un Querida mamá se puede leer en la primera línea de su carta.

María sigue leyendo y el anciano en silencio se levanta. Se cubre el cuello con el abrigo y se aleja lentamente.

En las siguientes semanas continuará subiendo la calle tras llamar a su hijo y María seguirá en su banco anhelando el encuentro con su amigo y la siguiente carta de sus hijos. Se sentará junto a ella y hablarán un buen rato. Él explicando la conversación con su hijo y ella contándole la carta anterior recibida. Le escuchará atento, haciendo que se sorprende y alegrándose de cada buena noticia que ella recibe.

Vendrán más noches, más llamadas de un padre desde una solitaria cabina, más cartas de unos hijos con letra de anciano… Y los dos amigos seguirán charlando, añorando, riendo y viajando sin moverse de aquel banco.

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