Relatos, cuentos y otras historias…



sábado, 12 de marzo de 2011

Ella

Cojo aire, me armo de valor y abro la puerta. En la sala hay cuatro camas. Ella está en la última de la derecha. Las piernas me tiemblan. Allí me encuentro, solo y desarmado, con el miedo de enfrentarme a mi propio valor, aquel que no sé si tendré.
El olor a desinfección se cuela por mi nariz y el color verde de las enfermeras pasa fugaz de un lado a otro de la sala. El pitido ensordecedor de los monitores marcan mis pasos hacia su cama.
Allí está ella. Inmóvil, con los ojos cerrados. Tapada con la sábana hasta la mitad del pecho, sus brazos se extienden en paralelo a su cuerpo. En uno de ellos tiene puesto una vía que se comunica a unos botes de cristal, que administran gota a gota el paso de un líquido transparente. En el otro, varios cables enganchados en sus dedos indican sus constantes vitales reflejadas en el monitor de su izquierda. Está intubada y una máquina situada a su derecha le ayuda a respirar. No estaba preparado para enfrentarme a esta imagen. Las miles de veces que pensé en nuestro reencuentro, nunca imaginé que sería así, ella indefensa ante mí.

La última vez que nos vimos fue aquella tarde lluviosa de otoño, cuando su figura se desvanecía en el horizonte de la calle, confundiéndose entre la multitud, después de que le dijera que ya no la quería.
Mentí. Y fue la mentira más grande que mi corazón permitió que pronunciara. Pero mi orgullo fue más fuerte que mis ganas de correr hacia ella y abrazarla y pedirle que no se fuera nunca, que sería capaz de perdonarla. Pero no lo hice. No reaccioné. Me quedé inmóvil viendo como desaparecía delante de mis ojos para siempre.

Ahora está de nuevo frente a mí, en un sueño inducido que no le permite saber que allí estoy yo. Tengo pocos minutos para estar a su lado y quiero que me note, que sepa que he vuelto a por ella. Cojo su mano entre las mías. La palidez de su piel hace destacar el color negro de sus venas recorriendo sus brazos. Y los acaricio una y otra vez mientras miro su rostro y pienso que aún es hermosa, la más hermosa de todas.
Deseo con todas mis fuerzas que abra los ojos y me mire. Que vuelva a iluminarme con aquella mirada que tiempo atrás había encendido mi vida. Una vida oscura y vacía dentro de una espiral de autodestrucción en el que ella se coló. Bastó con su sonrisa para saber que la amaba y que ella era el camino que quería seguir. De su mano salimos juntos del falso paraíso en el que vivíamos y juntos luchamos por salir adelante en la imperfecta perfección de la realidad que al otro lado nos esperaba. No era fácil, éramos dos extraños dentro de un mundo absurdo que nos vendieron como normal. Pero nos teníamos el uno al otro, no nos hacía falta nada más.

Desde aquella última vez que la vi, en esa tarde donde la lluvia se mezclaba con las lágrimas, no había pasado ni un solo día que no hubiera pensado en ella. Y ahora, sentado otra vez a su lado, en mi mente se agolpan de nuevo todos nuestros momentos juntos. Pienso en su boca, en sus ojos, en sus manos… Deseo más que nunca oír su risa y sentir sus caricias. Y mi mente comienza a dibujar su cuerpo desnudo bañado en sudor junto al mío después de hacer el amor. Estoy viendo su cara, con una media sonrisa intentando recuperar el aliento, más bella que nunca. Me abraza fuerte, su pecho contra mi espalda, besando mi cuello, me dice al oído que me quiere...

Salgo bruscamente de mis pensamientos. El remordimiento en forma de nudo se apodera de mi interior y me encoge. El dolor del alma, el más cruel de todos, no me deja respirar. Una lágrima recorre mi cara y cae sobre su mano inerte entrelazada a la mía. No cumplí lo que aquella noche le prometí bajo las sábanas. Prometí que jamás la abandonaría. Pero lo hice...
Es curioso como un corazón roto puede aflorar haciendo tanto daño. El despecho me hizo fuerte y la eché de mi vida.
Y en la soledad de mis noches la melancolía dormía junto a mí. Ella, mientras tanto, dejaba de dormir en mi cama para dormir en sucios portales con la única compañía del oro negro que recorría sus venas inundando su cuerpo hasta ahogar el último suspiro de sentido que hasta entonces había tenido su vida. Regresó al cobijo del traicionero refugio que tanto esfuerzo nos había costado dejar.

Una madrugada la llamada de la policía me alertaba de que habían encontrado, en un subterráneo del metro, a una mujer joven con una jeringuilla clavada en el brazo agonizando por una sobredosis. Su única ayuda de identificación fue un viejo papel arrugado con mi teléfono. No había más documentación que mi nombre y unos cuantos números garabateados que han hecho que vuelva a encontrarla y que no muera sola.

Ahora estoy aquí, a su lado otra vez. Aprieto más fuerte su mano. Mis temores eran ciertos, no tengo el suficiente valor para ver como se le escapa la vida ante mí y no puedo hacer nada. Quiero gritar, golpear las paredes. ¿Por qué esos médicos no hacen nada por ella? Quiero maldecir esa aguja que entró en su vena y me maldigo a mí por no estar a su lado aquella noche, protegiéndola, cuidándola… La dejé sola mientras ahogaba un grito viendo como su vida se apagaba.

Muy profesionalmente, varios tipos con batas blancas me dijeron que el paro cardiorespiratorio que sufrió dejó su cerebro sin oxígeno y esto le produjo el daño cerebral. Ahora, en coma irreversible, me dicen que no se puede hacer nada por ella, que está en muerte cerebral y que tiene que ser desconectada de la máquina. ¿Máquina?, ¿Desconectada? Les supliqué que me explicaran cómo un ser humano puede ser desenchufado como si fuera un trasto viejo. ¡Mi pequeña no es un juguete!, grité. Les rogué que me ayudaran a mantenerla con vida… ellos insistían en que ya no había vida que mantener.

Pero miro su aniñado y dulce rostro y la calma me invade. Tengo que aprovechar el poco tiempo que nos queda para decirle que he venido a buscarla, a cuidarla, a amarla… Que no volveré a separarme de ella nunca más. He venido a devolverle todos los besos y abrazos que son suyos y no le di. A decirle todo lo que callé y se merece escuchar.
No puede estar muerta, su pecho se mueve al respirar. Y me parece que está dormida. La observo, como tantas otras veces lo hice cuando dormía junto a mí. Sin hacer ruido, no quiero despertarla, sintiendo que en cualquier momento abrirá los ojos y me regalará de nuevo su sonrisa.

La realidad es otra. Sé que se va. Sé que ahora le toca a ella dejarme. Pero no permitiré que eso vuelva a ocurrir. Cumpliré mi promesa de estar a su lado para siempre. Puede parecer tarde, pero yo haré que esto sea el principio de los dos. Una jeringuilla cargada de fantasía le ha robado el aire que necesita para vivir y quizá sea otra jeringuilla la que me deje morir a mí para estar juntos. No le dejaré ir sola. Esta vez no. Es el momento de encontrar esa infinita armonía que tanto estuvimos buscando. Tanto tiempo viviendo como locos, es el momento de morir como cuerdos.
Me sentaré junto a su cama, vigilando su sueño, guardando que nadie se la lleve. Día y noche, no me separaré de ella mientras pienso la manera de volar a su lado, mi pasaje sin retorno a una eternidad junto a ella. No soltaré su mano y sin hacer ruido nos marcharemos.

Beso su frente y la miro como si fuera la primera vez. Su expresión serena me tranquiliza. No tengo miedo. Estoy con ella. Sólo ella y yo. Eternamente… como le prometí.

1 comentario:

  1. "y morirme contigo si te matas
    y matarme contigo si te mueres,
    porque el amor cuando no muere mata
    porque amores que matan nunca mueren"...
    terminé de leer y me quedé pensando en esta canción del señor del bombín...gracias natalia, gracias joaquin!! te extraño mucho

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