Relatos, cuentos y otras historias…



lunes, 11 de octubre de 2010

La chica de al lado

El día que la conocí, una pequeña maleta descansaba junto a sus pies. En una de las manos sostenía la maceta de lo que parecía ser una planta en un no muy buen estado. Con la otra, hacía malabares intentando abrir la cerradura de la puerta.

- Siempre se atasca.- le advertí.

Ella, con su sonrisa más dulce, me devolvió el saludo. Le ofrecí mi ayuda que ella aceptó justo cuando la cerradura se rindió y logró abrir la puerta.

- Necesita una mano de pintura.- dijo mientras entraba en el interior del apartamento. La casa se caía a pedazos. Pero ella no perdió su expresión más agradable en ningún momento.

Me disculpé, el trabajo me esperaba.

- Si necesitas ayuda con la mudanza no dudes en decírmelo. Vivo en la puerta de al lado. Soy tu vecino.

- Creo que en este momento estoy terminando de hacerla.- contestó señalando la vieja maleta y mostrándome la lechuga por planta que sostenía en la mano.

Me despedí con la frase más utilizada y más hipócrita que unos nuevos vecinos se dedican, diciéndola que para lo que necesitase estaba allí al lado. Nunca había sido más cierto.

La siguiente semana la pasé pensando que sería menos típico irle a pedir. Si azúcar o sal. Al final opté por el aceite. Pero no me hizo falta usar mi absurda excusa para que ella me invitase a pasar.

- ¡Genial que estés aquí!- me dijo divertida.

El mugriento mueble de la cocina se había descolgado de un lado y me pidió que le ayudase.

- Iba a ponerme ahora. Pesa un poco así es que entre los dos será más fácil. Si no te importa.

¡Claro que no me importa! Le hubiera alicatado la cocina entera si me lo hubiera pedido. Eso sí, era el momento de diferenciar el destornillador del martillo. En ese momento lamenté no haber hecho caso a los consejos de mi madre cuando me decía que en esta vida hay que saber hacer de todo… Pero lo logramos sin salir heridos ninguno de los dos.

El mueble torcido llevó a un café y el café a una larga charla, más sobre mí que sobre ella. La casa tenía un aspecto mucho más alegre, ¿o era su sonrisa la que iluminaba a aquel lugar?

Pasaba los días deseando verla, aunque fuera un instante. Encontrarla en el ascensor era como entrar en el cielo. Mi paraíso de cinco pisos. Treinta segundos de banas conversaciones, un día entero arrepintiéndome de no haberla besado allí mismo.

- ¡Estás loco!

- Sí… por ella.- le decía a mi compañero de piso mientras le tiraba el cojín a la cara por mirarla de manera lasciva cada vez que nos cruzábamos con ella en la escalera.
Y él me preguntaba si era posible enamorarse de alguien en un solo día. Y yo le respondía que de una mujer así, para enamorarte sólo necesitabas un minuto.

Un día llamé a su puerta dispuesto a decirle que la amaba. Sin más armas que mis sentimientos y, he de reconocerlo, dos copazos de whisky de un trago, no hizo falta más palabra que mi mirada. Me cogió de la mano y me dejó conocer algo más de ella sobre aquel colchón tirado en el suelo.

No me juró amor eterno. No prometió serme fiel. Ni me dijo te quiero. Yo hubiera dado mi vida sólo por verla sonreír.

Cuando oía que llegaba en la madrugada, me escapaba al descansillo a escuchar tras su puerta, espía desesperado, preso de los celos, intentando captar algún sonido del interior que me desvelara quien era su compañía en esa noche.
Valía la pena sufrir su espera. Sabía que, aunque fuera por un momento, volvería a ser mía.

Nunca supe de dónde vino. Tampoco adónde fue. Un día, sin más, no respondió a mis llamadas a su puerta. Esperé sentado bajo el quicio. No llegaba. Sí lo hizo el conserje, por la tarde.

- Qué pena que una chica tan maja haya durado tan poco en el edificio.- se lamentó, como pensando en voz alta, sabiendo que yo la esperaba desesperadamente.

Me levanté rápidamente. Traía las llaves del apartamento. Abrió lentamente. Sí, se había ido.

En medio de la habitación, encima de una caja de cartón vacía en forma de mesa, sobrevivía su maceta.

- ¡Qué planta más fea!- dijo el conserje.

- Sí… pero me la llevo.

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