Relatos, cuentos y otras historias…



martes, 18 de septiembre de 2012

Un sillón rojo de desgastados reposabrazos

Oculto tras las estanterías, entre el papel viejo amarillento y el olor a antiguo, cada tarde Alim se refugiaba en el cálido silencio, sólo descubierto por el crujir de la madera del suelo cada vez que alcanzaba un nuevo tomo.

Una tarde más pasaría allí las horas, descubriendo autores, memorizando títulos y olvidando por un rato lo que afuera de aquella librería ocurría en su ciudad. A pesar de la grave situación, a Alim le seguía pareciendo la más bonita del mundo.

Esa tarde un bonito sol de invierno brillaba en las calles. En la puerta se descalzó de sus embarrados zapatos y entró en la librería entusiasmado como siempre. Fue directo a su rincón favorito. Allí, un sillón rojo de desgastados reposabrazos le esperaba en la esquina del fondo de la librería. El mismo sillón donde aquel anciano tomaba asiento todas las tardes a la misma hora.

Una espesa barba blanca se esconde tras la novela que sostiene. Detrás del cristal de las gafas dos ojos negros siguen cada línea que meticulosamente lee. Acaricia suavemente cada hoja que pasa. Profesor retirado y bohemio escritor de corazón, ahora era un lector incansable al que Alim admiraba profundamente.

Se acercó sigilosamente y se sentó despacio en el suelo junto a él con sumo cuidado para no molestar y esperó a que el viejo profesor carraspeara. Esa era la señal de aprobación de que era bien recibido a su lado. Al anciano le desprendía mucha ternura la gran curiosidad intelectual del chico y, aunque no lo demostrara efusivamente, le gustaba mucho su compañía.

Después de aclararse la garganta comenzó a leer en voz alta lo que entre sus manos sostenía. Alim, mirando desde abajo, quedó ensimismado en la gruesa voz del viejo profesor.

De repente, un gran estruendo interrumpió la lectura. Las estanterías temblaron y algunos libros cayeron al suelo. La luz parpadeó hasta que quedó apagada por completo. Alim se agarró fuerte a la rodilla del anciano. Éste le miró y vio el terror en la mirada del chico. Cerró el libro y agarró fuerte la mano de Alim. Sin decir ni una sola palabra se levantó y le llevó a la parte de atrás de la librería. Ahí el encargado abría una trampilla que salía del suelo y, una vez abierta, comenzaba a dar paso apresuradamente a las personas que allí estaban. El anciano con una mirada le indicó a Alim que bajara por las empinadas escaleras que daban a una especie de sótano. Estaba oscuro y olía a humedad. Una vez abajo un señor le tendió la mano para ayudarle a bajar del todo. Tras él bajó el anciano y después el encargado, no sin antes cerrar la trampilla.

Unas diez personas se miraban unas a otras allí abajo, sin decir nada, sólo escuchando los acelerados latidos del corazón de cada uno y las respiraciones nerviosas propias del miedo.

Otro estruendo estremeció el lugar. Algo de polvo del techo cayó sobre las cabezas de aquellas personas. Alim se acurrucó en una esquina implorando consuelo en silencio. El anciano le observó, después, con lentitud, se acercó a la única vela encendida y se sentó con gran esfuerzo en el suelo. Abrió el libro y continuó leyendo por el mismo lugar donde lo había dejado unos minutos antes.

El chico no dudó ni un momento y corrió a sentarse a su lado, muy cerca de él, como nunca antes había estado. Ahora sólo escucha sus palabras. Los fuertes estallidos que se escuchan en el exterior cada vez le parecen más lejanos, como si nada de aquello estuviera ocurriendo a pocos metros de sus cabezas.

Han pasado varias horas. El anciano termina de leer la última hoja del libro. Sus grandes manos lo cierran despacio. Alim no puede calcular cuánto tiempo han pasado ahí abajo. Ya no se oye nada afuera.

Deciden que ya pueden subir. Uno de los hombres corre por las escaleras y abre la trampilla. La fuerte luz que entra ciega por un momento a todos. Poco a poco las personas van subiendo y se comienzan a oír gritos y lamentos una vez que ven la situación arriba.

Alim está agarrado fuertemente de la mano del anciano. No sabe cuándo se la dio pero no puede separarse. Ambos miran el haz de luz que sale de la boca del techo. El chico no se atreve a subir y por un momento intuye que el anciano tampoco. Y como si éste le hubiera leído el pensamiento, le explica que no es temor sino tristeza lo que le impide moverse de allí.

Alim no habla. Le gustaría poder decirle que gracias a él no ha tenido miedo ahí abajo, que se ha sentido seguro y que ahora, cuando suban, todo va a seguir igual. Sus tardes seguirán llenas de largas tertulias, sus libros estarán en su lugar de siempre para ser leídos y que su sillón rojo de desgastados reposabrazos continuará en aquel rincón de tantas y tan bellas lecturas.

Pero Alim calla. Siente la mano del viejo profesor como aprieta la suya. Los dos se miran y saben que es la hora de subir a la realidad. Ambos se responden a sus amedrentadas miradas con una leve sonrisa. Es el momento.

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